viernes, 12 de febrero de 2016

“HUYAN DE LA FORNICACIÓN”


“Amortigüen, por lo tanto, los miembros de su cuerpo [...] en cuanto a fornicación, inmundicia, apetito sexual, deseo perjudicial y codicia, que es idolatría.” (COLOSENSES 3:5.)

EL PESCADOR acude a su lugar preferido en busca de cierta clase de pez. Selecciona detenidamente la carnada, o cebo, y lanza el hilo al agua. Al rato, viendo que la línea se tensa y la caña se dobla, enrolla el carrete y saca su captura. Todo sonriente, se felicita por haber elegido el señuelo adecuado.

Pues bien, en el año 1473 A.D.C., hubo un hombre que también eligió con cuidado un cebo, pero no para peces. Se llamaba Balaam, y su objetivo era que mordiera el anzuelo el pueblo de Dios, que tenía su campamento en las llanuras de Moab, justo en la frontera con la Tierra Prometida. Aunque pretendía ser profeta de Jehová, no era más que un codicioso farsante al que habían contratado para maldecir a los israelitas. Se sentía frustrado, pues Jehová no solo se lo había impedido, sino que le había obligado a bendecirlos. Pero Balaam, pensando en la paga, no se dio por vencido. Razonó que, si conseguía que cometieran un pecado grave, Dios mismo terminaría maldiciéndolos. ¿Qué señuelo utilizaría? Las atractivas jóvenes de Moab (Números 22:1-7; 31:15, 16; Apocalipsis 2:14).

¿Qué tal funcionó la trampa? Bastante bien, pues miles cedieron a la tentación y “tuvieron relaciones inmorales con las hijas de Moab”. Hasta llegaron a dar culto a los dioses moabitas, entre ellos el Baal de Peor, repugnante dios de la fertilidad o, en resumidas cuentas, del sexo. Como castigo, 24.000 hombres perdieron la vida a las puertas de la Tierra Prometida. ¡Qué tragedia! (Números 25:1-9.)

¿Qué había contribuido a ese terrible desenlace? La condición de corazón de muchos israelitas. Desarrollaron malas actitudes por haberse ido alejando de Jehová, sin recordar todo lo que él había hecho por ellos: liberarlos de Egipto, alimentarlos en el desierto y conducirlos sanos y salvos hasta la Tierra Prometida (Hebreos 3:12). El apóstol Pablo tuvo presente esa catástrofe cuando escribió: “Ni practiquemos fornicación, como algunos de ellos cometieron fornicación, de modo que cayeron, veintitrés mil de ellos en un solo día”   (1 Corintios 10:8).

Los siervos de Dios de la actualidad nos encontramos en una situación muy semejante a la que se describe en Números. Para empezar, nos hallamos a las puertas de una Tierra Prometida, solo que muchísimo mayor (1 Corintios 10:11). Nos enfrentamos a un mundo cuya obsesión por el sexo es como la de los moabitas, pero a mayor escala. Además, el lazo principal en que cayeron los israelitas, la inmoralidad, es el mismo que atrapa todos los años a miles de cristianos (2 Corintios 2:11). Y a imitación de Zimrí, quien tuvo la desfachatez de pasearse con una madianita por el campamento de Israel e introducirla en su propia tienda, algunos han sido una influencia corruptora en la congregación cristiana (Números 25:6, 14; Judas 4).

Preguntémonos: “¿Me veo yo en las ‘llanuras de Moab’ actuales? ¿Diviso en el horizonte el premio tan esperado, el nuevo mundo?”. Si así es, hagamos todo lo posible por mantenernos en el amor de Dios obedeciendo el mandato: “Huyan de la fornicación”           (1 Corintios 6:18).

¿QUÉ ES LA FORNICACIÓN?

En la Biblia, el término fornicación designa todas las clases de relaciones sexuales ilícitas, es decir, las que tienen lugar fuera del marco de un matrimonio válido a los ojos de Dios. Abarca tanto el adulterio como los actos sexuales entre un hombre y una mujer solteros, o con una persona dedicada a la prostitución. Practicar el coito oral o anal con alguien con quien no se está casado, o manipularle los genitales, también es fornicación. Y la situación no cambia si en los actos antes indicados interviene alguien del mismo sexo o incluso un animal.

Las Escrituras son muy claras: para quienes practican la fornicación (1 Corintios 6:9; Apocalipsis 22:15). Aun hoy, van a cosechar muchos problemas. En muchos casos no solo pierden la tranquilidad de conciencia, la dignidad personal y la confianza de los demás, sino que se enfrentan a discusiones matrimoniales, embarazos no deseados, enfermedades venéreas e incluso la muerte (Gálatas 6:7, 8). ¿Valdrá la pena emprender un camino de tanto sufrimiento? Lamentablemente, muchos no piensan en las consecuencias al dar los primeros pasos, uno de los cuales suele ser la pornografía.

LA PORNOGRAFÍA: PRIMER PASO A LA FORNICACIÓN

En muchos países, la pornografía aparece por todos lados: en los puestos de revistas, las canciones, los programas de televisión y en millones de páginas de Internet. ¿Se trata de picardía inofensiva, como dicen algunos? De ningún modo. Quienes recurren a ella pueden hundirse en el vicio de la masturbación y alimentar “apetitos sexuales vergonzosos”. En último término, pudieran volverse adictos al sexo, abrigar deseos pervertidos, sufrir discordias maritales, e incluso llegar al divorcio (Romanos 1:24-27; Efesios 4:19). Según una autoridad en la materia, la adicción al sexo es como el cáncer: “No deja de crecer y de extenderse, rara vez retrocede, y es muy difícil tratarla y erradicarla”.

Hay que tener muy presentes las palabras de Santiago 1:14, 15: “Cada uno es probado al ser provocado y cautivado por su propio deseo. Entonces el deseo, cuando se ha hecho fecundo, da a luz el pecado; a su vez, el pecado, cuando se ha realizado, produce la muerte”. Para evitar que esto suceda, ¿qué debemos hacer cuando nos vengan malos deseos? Tomar medidas inmediatas y sacárnoslos de la mente. Por ejemplo, si nos encontramos con imágenes eróticas, ¿qué haremos? Rápidamente, apartar la mirada, apagar la computadora, cambiar de canal de televisión... Lo que sea, con tal de impedir que los deseos inmorales nos consuman y acaben dominándonos (Mateo 5:29, 30).

Jehová nos conoce mucho mejor que nosotros mismos. Con buenas razones, nos pide: “Amortigüen, por lo tanto, los miembros de su cuerpo en cuanto a fornicación, inmundicia, apetito sexual, deseo perjudicial y codicia, que es idolatría” (Colosenses 3:5). Ciertamente, no es fácil alcanzar ese grado de control. Pero contamos con la ayuda de nuestro paciente y amoroso Padre celestial (Salmo 68:19). Por eso, cada vez que nos asalten malos deseos, acudamos sin dilación a él, rogándole que nos dé “poder más allá de lo normal”, y esforcémonos por desviar nuestro pensamiento hacia otros asuntos (2 Corintios 4:7; 1 Corintios 9:27).

El sabio Salomón nos exhorta: “Más que todo salvaguarda tu corazón, porque procedentes de él son las fuentes de la vida” (Proverbios 4:23). ¿Qué es el “corazón” que debemos proteger? La persona interior, lo que somos realmente a los ojos de Dios. Y es justo eso, lo que Jehová ve en el “corazón” —y no la apariencia que proyectamos—, lo que va a determinar si recibiremos la vida eterna. Así de sencillo, y así de serio. A fin de proteger el corazón, imitemos al fiel Job, quien hizo con sus ojos el compromiso solemne de nunca mirar indecentemente a ninguna mujer (Job 31:1). Como el salmista, oremos a Dios: “Haz que mis ojos pasen adelante para que no vean lo que es inútil” (Salmo 119:37).

LA MALA DECISIÓN DE DINA
Las amistades ejercen una gran influencia, sea para bien o para mal (Proverbios 13:20; 1 Corintios 15:33). Así lo muestra el ejemplo de Dina, hija del patriarca Jacob (Génesis 34:1). Aunque había recibido una buena crianza, cometió la imprudencia de buscar amigas entre las jóvenes de Canaán, pueblo que, como Moab, era famoso por su inmoralidad (Levítico 18:6-25). Por eso, ¿qué pensaría cualquier hombre de la zona al ver a Dina? Que era una presa fácil para ellos. Y Siquem, “el más honorable de toda la casa de su padre”, no fue la excepción (Génesis 34:18, 19).

Con el tiempo, Dina conoció a Siquem. Probablemente, ella no pretendía tener relaciones sexuales. Pero Siquem sí. Un día, al sentirse excitado, actuó como lo hubieran hecho la mayoría de los cananeos: sin importarle que la joven se resistiera, “la tomó” y “la violó”. Más tarde “se enamoró” de ella, pero eso no cambió en nada el abuso cometido (Génesis 34:1-4). Y Dina no fue la única perjudicada, pues su mala elección de compañías desencadenó una serie de sucesos que sumió a toda su familia en el dolor y el descrédito (Génesis 34:7, 25-31; Gálatas 6:7, 8).

Puede que Dina extrajera una importante lección, pero a las malas. Ahora bien, nosotros no tenemos que aprender así. Amamos a Jehová, y por eso hacemos caso de sus consejos, entre ellos, el de “andar con personas sabias” (Proverbios 13:20). Si obedecemos siempre a Dios, llegaremos a comprender cuál es el buen camino, “el derrotero de lo que es bueno”, y nos ahorraremos muchos problemas (Proverbios 2:6-9; Salmo 1:1-3).

En efecto, Dios ofrece sabiduría a todos los que la desean. Pero para conseguirla, hay que orar, leer y estudiar la Biblia (Mateo 24:45; Santiago 1:5). Además, es preciso ser humildes y aceptar los consejos de las Escrituras (2 Reyes 22:18, 19). Para ilustrar este punto, pensemos en lo siguiente. Seguramente todos reconocemos que el corazón es traicionero y desesperado (Jeremías 17:9). Pero a la hora de la verdad, cuando tenemos que recibir consejos directos y ayuda amorosa, ¿somos humildes y los aceptamos, o dejamos que el corazón nos engañe?

Imaginemos la siguiente situación: un padre no permite que su hija salga con un joven cristiano, a menos que vayan acompañados. Ella replica: “Pero, papá, ¿es que no confías en mí? ¡No vamos a hacer nada malo!”. Sin duda, la joven ama a Jesús y tiene las mejores intenciones, pero ¿diríamos que “anda con verdadera sabiduría” y está “huyendo de la fornicación”? ¿O pensaríamos que imprudentemente “confía en su propio corazón”? (Proverbios 28:26.) Y seguro nos vienen a la mente otros principios que ayudarían al padre a razonar con su hija sobre este asunto (véanse Proverbios 22:3; Mateo 6:13; 26:41).

AYUDA DEL PADRE DE MISERICORDIA

Como todos somos imperfectos, tenemos que luchar para reprimir nuestros malos deseos y hacer lo que Dios nos pide (Romanos 7:21-25). Jehová lo sabe, pues “se acuerda de que somos polvo” (Salmo 103:14). Pero ¿y si llegamos a cometer un pecado grave? ¿Ya no hay remedio? De ningún modo. Es cierto que pudiéramos cosechar amargos frutos, como le ocurrió al rey David. No obstante, Dios siempre está “listo para perdonarnos” si nos arrepentimos y “confesamos abiertamente los pecados” (Salmo 86:5; Santiago 5:16; Proverbios 28:13).

Además, en la congregación contamos con una amorosa ayuda de Jesús: “dádivas en la forma de hombres”, pastores maduros que están listos para darnos asistencia y quieren hacerlo (Efesios 4:8, 12; Santiago 5:14, 15). Si hemos pecado, nos ayudarán a fortalecer nuestra relación con Dios y a dar un paso que contribuirá a que no reincidamos. ¿Cuál? “Adquirir corazón.” (Proverbios 15:32.) ¿Cómo aplicamos este consejo?

¿CÓMO SE “ADQUIERE CORAZÓN”?

La Biblia habla, por un lado, del hombre “falto de corazón”, y por otro, del que “adquiere corazón” (Proverbios 7:7). ¿Quién es el individuo “falto de corazón”? El que carece de discernimiento y buen juicio, sea por inmadurez espiritual o por falta de experiencia en el servicio a Dios. Por eso, es más propenso a cometer pecados graves, como el joven del que habla Proverbios 7:6-23. ¿Y quién es el hombre que “adquiere corazón”? El que se preocupa por el estado de su persona interior, y por ello estudia regularmente la Palabra de Dios con la ayuda de la oración. Al grado que se lo permite la imperfección, lucha por que sus pensamientos, deseos, emociones y metas complazcan a Jehová. Así muestra que “ama su propia alma” —es decir, que se está haciendo bien a sí mismo— y que quiere “hallar el bien” (Proverbios 19:8).

Conviene que nos preguntemos: “¿Estoy seguro de que las normas de Dios son las mejores, y de que si las sigo conseguiré la mayor felicidad que existe?” (Salmo 19:7-10; Isaías 48:17, 18). Si tuviéramos la más mínima duda, ¿qué podemos hacer? Meditar en las consecuencias que tendría desatender las leyes de Dios. También es preciso que “gustemos y veamos que Dios es bueno”, viviendo la verdad y llenando la mente de ideas sanas, de pensamientos verdaderos, justos, castos, amables y virtuosos (Salmo 34:8; Filipenses 4:8, 9). Cuanto más nos esforcemos, más aumentará nuestro amor por Dios y por las cosas que el ama, y más odio sentiremos por todo lo que él odia. Recordemos a José. No era un superhombre, pero logró “huir de la fornicación”. ¿Por qué? Porque permitió que Jehová lo moldeara a lo largo de los años y le fortaleciera el corazón. Y lo mismo tenemos que hacer nosotros (Isaías 64:8).

No olvidemos que los genitales no son simples juguetes o instrumentos de placer. Son el medio que Jehová ha dado a los casados para que puedan reproducirse y disfrutar de relaciones íntimas (Proverbios 5:18). 



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